24-6-16
Pocas
veces tiene uno la sensación del vértigo histórico; quizá la
Caída del Muro de Berlín o el 11S han sido momentos determinantes
que mi generación ha podido vivir, pero esto del Brexit ha conmovido
la seguridad de nuestras consciencias de forma parecida, no tanto por
el impacto inmediato de la salida del Reino Unido de la Unión
Europea, sino porque es la pieza que confirma el profundo efecto de
la crisis del sistema.
Yo
creo en Europa, comparto su cultura y tengo el convencimiento de que
existe una identidad europea con personalidad suficiente como para
constituir una entidad supranacional por encima de los países que la
componemos, pero ¿es ahora mismo este proyecto el reflejo de las
necesidades de esos pueblos? No soy antieuropeo, sí antidemagogos.
Se lamentan nuestros burócratas del voto populista que ha generado
esta hecatombe, dicen... No voy a negar ese componente porque mi
posición ideológica es la contraria de los partidarios del Brexit,
pero hágamos un poco de autocrítica: Europa se deshace como un
azucarillo en un café ácido y ardiente que ha destruido la clase
media culta que hacía posible la democracia, son los defensores de
la Europa del capital los que han puesto las bases para que el
patriotismo ramplón emerja como remedio a unas instituciones que
sólo legislan para esa enorme clase pasiva de la especulación que
no crea riqueza y, sin embargo, se la lleva calentita.
El
Brexit no es el problema, es el síntoma de algo mucho mayor y
peligroso. Las grandes crisis mundiales se han resuelto con guerras
grandes. De momento, y toco madera mirando a Rusia y al polvorín con
mecha islámica, no tenemos contienda abierta, pero está claro que
hay una revolución en marcha que lo va a cambiar todo. Se queja el
solemne político conservador europeo de la emergencia de populismos,
me recuerda a ese padre elitista y erudito que jamás atendió a su
hijo, que jamás le dio un gesto de afecto, que le proporcionó los
dineros y desprecios por igual, y ahora se lamenta de no haber sabido
que era heroinómano. No valoro, soy de espíritu europeísta, soy
consciente de que el voto en contra de Europa tiene raigambre
fascista, pero quienes lo han generado son los antieuropeos que
enfundados en la bandera azul han robado el futuro de las
generaciones que vienen, han favorecido una economía a imitación de
la China dictatorial, se las han dado de laicos y liberales
consolidando regímenes teocráticos por trincar el flujo de los
petrodolares, una Europa que ignora la tragedia de sus exteriores,
una Europa sin una izquierda que modere el egoísmo del lujo
surrealista, una Europa cuya sangre era ilustrada y ha sido
convertida en mercado de la nueva esclavitud que llaman contrato
laboral.
La
Europa fina se queja de los modales de la Europa tosca. Como dijo
aquél, la economía condiciona el pensamiento. Como no consigamos
reconducir la situación, como no devolvamos a los gobiernos la
posibilidad de regular al mercado evitando sus salvajismos, este
hundimiento va a proseguir. No tengo miedo, sí vértigo; la economía
mundial no necesita crecer, necesita enfriarse empós de la
sostenibilidad, y lo hará de una de estas dos formas: o manteniendo
la acumulación en esas élites soberbias que usan la política a su
mayor gloria (generando turbas de pobreza ignorante que son el medio
ideal de los extremismos), o reparando los desequilibrios en favor de
la libertad y la felicidad, sí, la felicidad, esto es: el
conocimiento.
La
izquierda es una actitud de búsqueda, una especie de escepticismo
político, es pensamiento vivo frente al conservadurismo estático
que sólo mira desde la poltrona del que no quiere cambios (porque no
le compensan); ahora es el momento de la izquierda... o el horror.