lunes, 4 de julio de 2016

De cabeza, Octubre de 1015

Intelectualmente soy un caos, jamás entendí la especialización pero sí la erudición intencionada, hoy tan en descrédito. Aquello que me ha interesado lo he perseguido hasta dar con las respuestas suficientes (nunca todas) para acallar mi curiosidad. He ido por libre, y me alegro. Lo que les voy a contar debería interesar a cualquier persona sensata y, aunque complejo, merece el esfuerzo.
Llevo años intentando explicarme de dónde sale tanta estupidez humana; la respuesta es sólo una: de nuestro cerebro... pero no es tan fácil. En los últimos tiempos me he ilustrado con los libros divulgativos de Francisco J. Rubia, Catedrático Emérito de Medicina de la Complutense y uno de nuestros neurocientíficos más prominentes. Actualizado y especialmente relevante es El cerebro espiritual, siendo éste de lo divino asunto recurrente en sus estudios y tratado con suma pulcritud y seriedad.
El profesor Rubia es una especie de Nietzsche redivivo, un Freud renovado, porque su tesis principal es la reivindicación de lo llamado con desdén “irracional”, las funciones inconscientes del cerebro humano que suponen un 98% de su actividad en cada instante y son curiosamente comunes al resto de animales con encéfalo parecido: el mundo de los deseos, las emociones, los afectos, el sexo, la supervivencia, el placer, la desinhibición, vamos: la amoralidad. Se encarga de estas labores el sistema límbico, que controla nuestro cuerpo por medio de respuestas emocionales; este cerebro “animal” ha sido evolutivamente trasladado a un segundo plano de la consciencia porque fue útil para la supervivencia del robot para los genes que somos (Richard Dawkins "dixit"), pero en realidad es lo que somos. Es decir, contrario a lo que pensábamos, nuestra "superioridad racional" no es más que la treta de un sistema nervioso que probablemente consumió hace millones de años alucinógenos que alteraron nuestra visión de la naturaleza, favoreciendo por azar las posibilidades de sobrevivir. Pensemos que no somos más que una reacción química que busca estabilidad. Nuestros sentidos, dice el profesor, no tienen como misión primordial mostrar el mundo sino pervivir en él.
Rubia mantiene que la mitología, esto es, las narraciones religiosas todas, son la huella de esas transformaciones biológicas, con sus historias de división de la unidad primordial en parejas antagónicas, la aparición de la palabra creadora o la descripción de la caída del Paraíso a través del conocimiento o la técnica... No son nuevas sus tesis, pero sí interesante fundamentarlas en nuestra estructura anatómica y evolutiva. La Cultura no es más que el anhelo, el malestar por nuestro alejamiento de la vida sin la regulación del pensamiento racional, en su sentido pleno. Por eso no satisface, es dulcemente melancólica.
Pero su idea más reveladora quizá sea la de equiparar la revolución copernicana del Renacimiento (paso del geocentrismo al helioestatismo) con el cambio de paradigma actual en la neurociencia, el abandono del egocentrismo; el yo controla parte de la consciencia y el lenguaje pero no explica nuestros actos, sino al revés: buena parte de lo que queremos, hacemos o recordamos son ficciones para justificar lo que nuestro cerebro hace, llamamos realidad a lo que conviene a nuestro encéfalo, preso de una tormenta química permanente consigo mismo y con su entorno... Cuando dejemos a un lado ese yo, ficción espiritual (alma lo llaman), podremos acceder a una nueva visión de lo real, donde el sujeto como individuo que se impone debería ser más consciente de su inconsistencia, de lo veleidoso de sus razones, de la fragilidad de sus certezas, de la inverosimilitud de la mayor parte de sus creencias, un mundo al fin sin Dios ni orden ni moral preestablecidas, donde la libertad consista en el respeto mutuo y no en utopías mitológicas. El análisis crítico del deseo y el placer debería retrotraernos a un hedonismo diferente, en el que el cuerpo y el momento se impondrían al poder y el dinero como sustitutos de la sexualidad y el afecto.
Volver a lo básico quizá nos ayude a cambiar el hecho estúpido de que un 1% de la población mundial posea tanta riqueza como el otro 99%; siempre hablo de conocimiento y consecuencia, saber o cambia la visión de la vida o es erudición a la violeta. Hubo un tiempo en el que los intelectuales tenían influencia en lo público, cuando participaban de la política llegaban para aplicar sus conocimientos; hoy abunda el pseudoerudito que no se entera de nada por bien vestido que vaya, el pensador tiene la obligación de denunciar y exponer las consecuencias de lo que sabe, por eso ahora debemos pelear en todos los países contra la formalidad inútil del poder, por elevar la Enseñanza a los primeros puestos de las necesidades de la sociedad, por evitar la ascensión imparable del Capital como Dios invencible de las relaciones humanas, por una desaceleración de la economía que permita mantener la vida en este planeta, un mundo nuevo espiritual pero no religioso... no es cosa de locos, de locos es creernos este gran engaño evolutivo del yo egocéntrico, egoísta, deseoso de la eternidad hipotecando el único tiempo que podemos vivir, buscando poseer... para nada; morimos ineluctablemente, por lo visto. Quizá por eso nuestros políticos son tan conservadores, no quieren cambios; deberían leer más y con más provecho.


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